Proyecto

OBRA DE FRANCISCO PAPAS FRITAS

AMORTANASIA (por Alejandra Castillo)

El amor, la vida y muerte en el cálculo neoliberal. Parece ser que no hay ninguna zona de la vida hoy que no se pueda describir como un bien transable en el mercado. Así lo vemos cuando las emociones son un buen negocio en el mercado de la autoayuda; cuando la intimidad se expone a gusto en las redes sociales; cuando la vida —en lo que se agita y en lo que se aquieta— es administrada y controlada por un orden farmacológico. La especulación neoliberal con la propia vida es ya parte nuestra cotidianidad.

El marco político de la vida administrada es la democracia. Entendida ésta como un orden global, de consenso elitista, de baja participación y de control mediático, jurídico y médico. La definición moderna de democracia se ha articulado en el movimiento doble de la exposición y en la sustracción. Este doble movimiento constituye tanto la esfera pública como la privada y, al mismo tiempo, da forma al sujeto político moderno (no hay que olvidar en este punto que el masculino en su formulación no es casual).

El sujeto se expone, se constituye, en lo público y en sus derechos. Pero, a su vez, se sustrae en la configuración del espacio de lo íntimo y lo privado. Debe ser advertido que temprano en el siglo veinte se anudan las palabras de democracia, dignidad y ausencia de dolor. Parte de la dignidad de la persona queda descrita en la posibilidad de vivir una vida y una muerte lejanas, en lo posible, del dolor físico. La sustracción también se deja ver, entonces, en la posibilidad de evitar la aflicción física (esto último se entenderá de modo extremo en el orden actual).

Existe un interesante paralelo entre la extensión del ideal democrático y la masificación de las prácticas anestésicas. Bien podría ser objetado que desde mucho antes la medicina, sin vincularse al espacio de la política, se había encargado de mitigar los dolores por medio de la amapola, el cáñamo, la mandrágora y el hachís. ¿En qué radica, entonces, la diferencia con esta escena que anuda democracia y anestesia? Hoy no se trata de disminuir, sino de crear estados de insensibilidad predecibles. He ahí la diferencia.

Esta relación entre democracia y anestesia fue cautelada por los propios Estados hasta mediados del siglo pasado en un contexto médico y jurídico. Desde entonces, esta función será asumida lenta, pero progresivamente por los propios sujetos en un contexto biopolítico eugenésico.

Amortanasia de Francisco Papas Fritas da cuenta de este orden en la sombra que proyecta —y excluye— la vida administrada: la muerte. Amortanasia no sólo pone atención de la muerte en el cotidiano y brutal abandono del Estado de sus funciones básicas de protección y garantía de derechos (salud y previsión social) sino que, y, principalmente, en el protocolo, procedimientos e instructivos para la administración de una muerte digna: sin dolor, anestesiada.

Amortanasia es una palabra-invento. Quizás por ello no evoca ni a la vida, ni a la muerte, ni tampoco a la eutanasia de modo directo. Es una palabra que busca, oblicuamente, vincular la vida y la  muerte de un modo distinto al neoliberal. Amortanasia es pensar el lazo, lo que une el orden de lo común desde una perspectiva no administrada.   

 

Subvirtiendo al martirio: El derecho propio a la muerte buena. (por Antonio  Canales)

“El dolor nos salva”. La martirología cristiana señala que los ‘testigos de la fe’ alcanzan la consagración y salvación aceptando el sufrimiento impuesto por su Dios.

Aquella concepción del mundo fue, sin duda, una de las premisas más importantes impuesta en la cultura occidental por el cristianismo institucionalizado y ya devenido en poder. El dolor debía ser, para los súbditos,  aceptado, el sufrimiento no es más que una prueba de fe que, de fracasar, implica no ser digno del amor de Dios y por ende, no obtener la prometida salvación.

Así, en esa lectura canónica, el cristo que fue salvación y quitaba el dolor a los enfermos que sufrían (leprosos, por ejemplo) fue transmutado –concilios políticos mediantes- en aquel que se inmola y acepta el dolor por designio del padre, el camino del martirio como iluminación. Desde ese discurso, el poder de la posterior Iglesia, ya convertida en censor del poder, radicó en el control del cuerpo, de la vida y de la muerte, de la cotidianeidad, de los pensamientos (pecaminosos y divinos) y las acciones u omisiones de las mortales almas.

Pero no siempre fue así, la historia de la humanidad es mucho más larga que los textos bíblicos, y, generalmente, las decisiones respecto a la vida y la muerte giraron más bien en torno al bien colectivo, a lo común y de la unidad indisoluble de vida y la muerte. El cerebro primitivo forjado por la evolución, se fue programando para sobrevivir, aquello implicó la adaptación a las condiciones y también, porque no, a cierta eugenesia social para la sobrevivencia. El más débil perecía, el fuerte, o mejor dicho, quien se adaptaba, sobrevivía. Pero eso también fue variando, la conciencia de sí mismo y social, así como el nacimiento de la técnica y la cultura –como pedagogía social de conducta- fue ritualizando y humanizando la práctica colectiva de la vida y, obviamente, de la muerte. Así, los enfermos, ya incurables por parte del chamán o sabio de la tribu, eran entregados a los encargados de la muerte, quienes ayudaban al buen tránsito entre este mundo y el otro, cualquiera fuera este. Dichas prácticas estuvieron presentes hasta no mucho tiempo atrás. En culturas altiplánicas en Sudamérica hasta mediados del siglo XIX, por ejemplo todavía se utilizaba la figura del “despenador”. El personaje en sí estaba encargado de actuar, una vez fracasadas todas las acciones del chamán y, con la voluntad del paciente y la familia, procedía a dar muerte de modo de poner fin al sufrimiento y agonía del moribundo.

Claramente las sociedades modernas han avanzado, y mucho, en cuanto a los avances médicos (la técnica) y, particularmente, en el área de la medicina paliativa, con ello ha elevado los rangos de derechos y de humanidad, no sin tensión ni exento de fricciones históricas. Y eso ha sido positivo, claro, en un contexto general de un sistema (el capitalista) en donde impera el lucro y con ello cierta consagración al poder adquisitivo como llave de acceso. A pesar de ello, en líneas generales, se ha generado la baja en la tasa de mortalidad, mayor longevidad y mejores estándares de vida a buena parte de la población mundial. Y esto se da, tanto en la medicina paliativa –accesible en el privilegio en la mayoría de los casos-, como en el fracaso de la misma –limitación de la ciencia- donde, los más vulnerables quedan aún en mayor desamparo. El acceso a la buena muerte, a aquella finalización del sufrimiento que se perpetúa, está vetada particularmente para los más pobres, abandonados en el dolor y desprovistos de derechos, generalmente restringidos por los resabios de un poder religioso que entiende como terreno de lucha el cuerpo y que no pretende, a pesar de su decadencia, abandonar su batalla y espacio de poder.

¿Pero por qué ocurre esto? ¿Quién podría oponerse a una muerte buena, dulce y digna? ¿Acaso no moriremos igual y evitar el dolor humaniza? Esto ocurre porque de arrebatar el monopolio de la muerte al imaginario religioso que domina, sería subvertir el poder que se ejerce en la dominación. La biopolítica, de la que hablaba Focault, señala que el control del cuerpo, de nuestra mortalidad y poder de decisión, significa el ejercicio mismo del poder en la dominación. En simple; Quien controla el cuerpo (que se puede o no hacer con él) controla el pensamiento y ejerce, en los hechos, control desde la institucionalidad.

De este modo, el derecho a la muerte digna, a la voluntad de frenar el dolor tortuoso donde la ciencia ha llegado a su límite y poder decidir sobre sí mismo -en conjunto con nuestro entorno familiar- se presenta como una batalla frontal al monopolio del miedo, del castigo, de la deshumanización derivada en divinidad. Si Dios, cualquier sea este, ya no tiene poder sobre nuestro cuerpo, sus pregoneros y centuriones terrenales se quedan sin negocio y sin poder.

La muerte buena, digna, es intrínsecamente un acto de humanidad, de laicización, de subversión donde los dioses mueren y el amor humanizado nace, eso es Amortanasia.